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miércoles, 24 de noviembre de 2010

Y ME TOCO A MI TAMBIEN (RELATO)

Y ME TOCÓ A MÍ TAMBIÉN


El profesor autoritario, el profesor permisivo, el profesor competente, serio, el profesor incompetente, irresponsable, el profesor amoroso con la vida y de la gente, el profesor mal querido (…) ninguno de ellos pasa por los alumnos sin dejar su huella (…)”
Freire, Paulo. “Pedagogía de la autonomía”. Siglo Veintiuno. Buenos Aires. 2008. Pág. 63

Sucedió en 2º grado, yo tenía 7 años Era una clase normal, en invierno, hacía mucho frío, recuerdo que el aula era enorme y helada, o  era mi estatura que me hacía medir las cosas de esa manera.
La señorita Betty, mi maestra, era estricta, alta y  delgada, llevaba cabello corto, castaño, recogido con invisibles, tenía nariz larga, rasgos finos, llevaba delantal blanco y pantalones azules, voz ronca y a veces, cuando se enojaba, se tornaba aguda y aflautada. Daba miedo.
En la clase de matemática, nos estaba enseñando las divisiones por una cifra. Algunos chicos eran más avispados y aprendían rápido,  a otros, u otras, como yo, nos costaba un poco más abstraer los números.
Ya se sabía que la señorita Betty era difícil, nerviosa y con poca paciencia, a lo mejor le pasaba algo, no sé, cuando se tienen 7 años y las divisiones no salen, ¿a quién le importa eso?.
Ese día, un compañero que se llamaba Ricardo, dijo la frase mágica: “no entendí”, después de que la maestra había desplegado toda su didáctica en el pizarrón para explicar el tema nuevo.
Betty  lo había visto todo el tiempo conversando mucho con los demás compañeros y que no había prestado atención.
-       No entendí-volvió a decir Ricardo, y se hizo silencio en el aula…
Afuera, el viento en las ramas, empezaba a silbar como anunciando el momento que se venía.
La señorita Betty se detuvo en el acto, dio media vuelta, y fue lentamente hacia donde él estaba sentado, lo hizo poner de pie, y  allí mismo se prendió de los cachetes de Ricardo, los tironeó y acercando su nariz a la de él, le dijo: - ¡piquito, piquito malo! ¿Por qué me hacés perder tiempo?
Y sin más lo mandó a la dirección.
Mi compañero, colorado como un tomate y con las uñas de Betty marcadas en la cara, se fue cabizbajo del aula.
Todos quedamos callados y con miedo, el silencio era tan grande que se podía cortar con un cuchillo. O me parecía a mí?
Luego todo volvió a  la normalidad, y el bullicio habitual del aula puso las cosas en su lugar. Nosotros seguimos con las tareas.
La señorita había dado muchas divisiones para resolver en el cuaderno y por supuesto, a mí no me salían, algo conspiraba en mi interior para que no se hicieran las debidas conexiones que me  permitieran entender el tema.
Cuando llegó el momento de la corrección, yo no había resuelto ningún ejercicio. Para peor, la seño empezó a recorrer mesa por mesa para revisar los cuadernos, hasta que llegó mi turno…
No había hecho nada y no había caso, no se podía, así le dije: ¡No puedo, señorita Betty, no me salen! ¡No entiendo!
Ella se acercó a mí, se inclinó, y la vi tan alta, gigantesca, y yo me sentía tan pequeña, insignificante, como una hormiguita a punto de sucumbir bajo la pata de un elefante, temblaba como una hojita de papel de barrilete. Luego ella dijo, con una risita irónica que dejaba ver todos sus dientes: “Qué? ¿Qué te pasa, Fernandita?
-Que no me salen! No entiendo!
A  esas alturas, el calor me había subido en cataratas desde la punta de los pies hasta la raíz de mis cabellos. Roja total!
Sabía lo que se venía. Me hizo parar al lado de la silla, se acomodó delante de mí y sus manos comenzaron a apretar mis cachetes redondos con fuerza sin igual, dos tenazas se me clavaron en el alma, dos manos me aprisionaban el corazón y la vergüenza encendía todo mi cuerpo. Roja de dolor, roja de rabia, roja de tristeza, la cara ardía, el orgullo, la soledad, el desamparo a los 7 años, de una niña a la que le costaba aprender las divisiones por una cifra.
-Piquito, piquito! Por qué sos tan burrita? Porqué no entendés lo que te explico?
Y yo, por dentro… ¿mamá, dónde estás, mamá? Por qué me dejás sola con este monstruo?
Mis compañeros miraban para otro lado, en silencio, algunos llevaban los ojos hacia las láminas de las esteras, otros revisaban una y otra vez sus ejercicios, por las dudas…
Al final me soltó, mis mejillas eran dos tomates maduros a punto de reventar, sentí como si el elefante hubiese dejado de pisarme, o como si de pronto el viento helado hubiese pasado, sólo quedaban las huellas, la calma, la rojedad en la piel y en el alma.
Las lágrimas eran un torrente saliendo de su cauce, asomando por mis ojos, los dientes apretados, mordiendo los labios, tragué saliva… No debería ser así.
Aquel día volví a casa con miedo, vergüenza, rabia por sentirme expuesta, tan frágil, tan pequeña, tanto frío sentí en el corazón…no entendía…
Nadie lo supo jamás, sólo mi muñeca se enteró, porque ella guardaba mis secretos y nunca los revelaba, hasta hoy que lo doy a conocer…
Creo que el método de aquella maestra no era muy pedagógico, los niños no aprenden a los pellizcos  en los cachetes, o a los tirones de orejas que ese era el otro sistema del que hablaré algún otro día, ni con palabras hirientes que hacían enrojecer el alma y apretar los dientes. ¿O sí?
Hoy, a la distancia, pienso, qué bueno que cambiaron algunas cosas en el mundo… al menos ya no hay pellizcos, creo, aunque nunca se sabe,
Hay otros modos de enseñar las matemáticas a los chicos con problemas de aprendizaje,  para eso evoluciona la educación también…
Aquella maestra seguramente tenía muchas virtudes, pero a la hora de recordar, sólo viene el momento del ardor de mi cara y el temblor de mi cuerpo y su latiguillo preferido “piquito, piquito malo, qué hiciste?”
Por suerte, al año siguiente me cambiaron de escuela y lentamente olvidé aquel episodio, cuando uno es niño, no pierde el tiempo con rencores, los juegos y el amor disipan todas las tormentas, incluso a los 7 años.
A lo largo de la vida, tuve maestras que me enseñaron de todo, con amor, dedicación e inteligencia, y fui creciendo lo mejor que pude, me formé a partir de aquellos aprendizajes que hoy son parte de mí y de mi historia y aun de aquella señorita Betty  a la que jamás volví a ver, pero que quisiera decirle, después de tanto tiempo, que la perdono, y que aprendí, al final, aprendí…



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